Cuatro cosas sobre "madurez".


En psicología “reglada” u oficial, cinco son las bases de nuestro bienestar psicológico, a saber: 1) vivir un sentido para nuestra existencia; 2) vivir emociones positivas; 3) vivir relaciones saludables; 4) vivir implicaciones fructíferas y 5) vivir logros positivos.

Generar el sentido de nuestra existencia es un trabajo interno que requiere esfuerzo y disciplina. Si vives una vida en la que se cumplan esas cinco condiciones, estarás viviendo “una existencia madura”.

¿Y cómo llegar a ello?

Todo proceso de maduración personal consiste en la búsqueda de tu propia plenitud y autonomía. “Madurar” es un proceso natural regido, grosso modo, por etapas muy claramente diferenciadas: nacemos siendo vulnerables, y dependemos del cuidado de nuestros mayores hasta una edad bastante avanzada (en comparación con otras especies); crecemos y, mientras lo hacemos, vamos acumulando experiencias y aprendizajes que nos servirán a lo largo de nuestra vida futura; finalmente, nos convertimos en adultos (con o sin la celebración de un “ritual de paso” que varía según sea la cultura a la que estemos adscritos), y pasamos a comportarnos como tales, como adultos, en todas las áreas de nuestra vida cotidiana: laboral, familiar, relacional, económica, social, etc. Así, mientras vivimos como adultos, lo hacemos con todas nuestras experiencias y aprendizajes perfectamente integrados en un sistema de creencias y valores propio y autónomo, por el que regiremos nuestra vida.

¿Es siempre así? Obviamente, no. Podemos vivir como adultos y, sin embargo, “arrastrar” procesos que no han seguido pautas integradoras que nos conduzcan a aprendizajes, sino que pautas disgregadoras que nos conducen hacia otra dirección: hacia la secuela en forma de trauma. Es decir: hacia callejones sin salida.

Por suerte nuestro instinto de supervivencia es muy intenso, y siempre lucha por encaminarnos hacia el mejor de los destinos para el ser humano: la plenitud. Alguien que vive en plenitud es alguien que vive completo. Nada le falta, pues, para seguir su camino por la vida o para iniciar uno nuevo tantas veces como sea necesario hacerlo, con mayor o menor esfuerzo, con mejores o peores resultados…

Toda plenitud, pues, es hija de toda experiencia previa que nos configura en lo que somos. Todo ser humano que haya completado los procesos de aprendizaje de su propia vida, habrá logrado construir con ellos su propio sistema de creencias y valores, convirtiéndose así en un ser autónomo. El término “autónomo” proviene del griego autos (propio) y nomos (leyes). Esto es: será un “ser que vive según sus propias leyes y normas, sus propios principios, por medio de los cuales rige su propia vida”. Ello le convierte en un ser completo, en alguien que “no depende” de los aires que le soplen, sino que del suyo propio. Y en alguien “responsable” (del latín responsum –respuesta- más el sufijo –able); es decir: en “alguien capaz de proporcionar respuestas” tan válidas como honestas, auténticas y verdaderas. Un humano maduro es, en suma, consciente de sus potencias, de sus habilidades, pero también de sus límites y de sus incapacidades, sean éstos de pensamiento, palabra u obra. Alguien que ha aprendido a ver y a vivir la vida como su propia e íntima experiencia le ha enseñado, sin dejarse arrastrar por los “deberías” ajenos que no concuerden con su propia madurez. Porque la vida no es lo que suponemos ni lo que nos hagan suponer los demás, sino que, más sencillamente, lo que vivimos.