Dolores y los lastres (1ª parte).

Tuve la semana pasada una llamada desde una ciudad algo lejana. Una mujer apesadumbrada pedía por la respuesta emocional de un hombre respecto a ella. Dijo llamarse Dolores. El hombre, Juan Carlos.

-Veamos qué energías mueve respecto a ti, Dolores…

Las cartas empezaron a extenderse sobre la mesa. Ermitaño, Papisa, Colgado, Torre… Enamorados en el centro de la Cruz Celta. Juan Carlos aparecía en mis arcanos como un hombre presa de su pasado, alguien atrapado en una densa red de prevenciones y miedos… Como si el conjunto de sus experiencias emocionales condicionase el desarrollo de sus juicios críticos en el amor y en los sentimientos. El lastre de su pasado psicoemocional era tan pesado, que aplomaba el vuelo de su corazón. Percibía dolor y angustia en sus respuestas afectivas, pero esa negatividad me llegaba lejana y atemperada, como un aguazo de colores muy sutiles y livianos…

¿Contradictorio?

Desde la ciudad algo lejana me dijeron entonces que Juan Carlos había perdido a esposa e hija en un accidente de tráfico, pero que entre esa dramática experiencia y el día de hoy mediaba una década completa y larga… Tiempo suficiente para remontar la vida en su plano más superficial y cotidiano, pero… ¡Los dolores anidados en el cuerpo emocional no saben de plazos! Antes al contrario: suelen enquistarse y alcanzar un desarrollo (y un poder) de insospechada nocividad… Quizá nuestras actuales terapias psicológicas y psiquiátricas puedan reparar los daños en nuestra mente, pero más allá de ésta viven nuestras emociones. El mundo que nos hemos construido sabe más de lo material que de lo espiritual, pero se equivoca…

La mente es materia; la emoción es espíritu. Cuando hablamos de la mente, lo hacemos de una misteriosa energía segregada por el cerebro cuya finalidad consiste en generar pensamientos en torno a los intereses del devenir terrenal y mundano, al bienestar personal. Esto es: tramar soluciones racionales a los problemas que aparecen en nuestras vidas. Pero la mente es limitada, sólo se conoce a sí misma, y ese “sí misma” está cargado de condicionantes propios y ajenos que, a la postre, nos encasillan en un modelo de conducta definible como “arquetipo”.

Vedlo así: anclado en la mente, el arquetipo (desde “representación propia que se considera modelo de cualquier manifestación de la realidad” hasta “imágenes o esquemas congénitos con valor simbólico que forma parte del inconsciente colectivo”) deviene en “cultura” y se convierte en esto: “Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico como algo normal e incambiable, en tanto que plenamente justificado”.

Cuando hablamos de la emoción, en cambio, hablamos de una energía que marca con más fuerza que ninguna la visión humana de mundo y realidad. Se trata aquí de emociones liberadas o no: angustias y alegrías; agresiones y defensas; soledad y compañía; aceptación y rechazo; inseguridad y auto confianza; amor y odio… Estamos ante un vasto almacén de informaciones recibidas a través de la propia experiencia y que, gestionadas por la mente se convierten en esquemas mentales recurrentes a través de los que enjuiciamos los acontecimientos de nuestro mundo.

De nuevo, pues, el arquetipo. ¡Y ya está servido el bucle!

El entendimiento racional no es ni imparcial ni objetivo. Depende de la experiencia emocional. La experiencia emocional no es libre. Depende de la mente. La mente, al menos desde nuestra cultura, coarta, constriñe y pervierte al sentimiento. Pero podemos trocar esa atadura en libertad si adoptamos un nuevo esquema mental que lo revolucione todo: LUZ que nos guíe al AMOR.

La mujer de la que os hablo me pidió cuál debía ser su actitud con ese hombre. ¿Debía seguir intentando una relación con él? ¿O olvidarlo? Mis arcanos le dijeron: ofrece a ese hombre una mano tendida, como quien intenta amansar a un animal asustado ofreciendo un pedazo de alimento suavemente depositado en la palma…

Ella respondió: -Lo veré la semana próxima. Te llamaré para consultar el resultado. Y así lo hizo. Os lo cuento mañana.