El Yo que observa.


Un ejercicio muy útil y sencillo para cuando nos sintamos presa del dolor emocional.
Ahí va.
Se trata de delimitar e identificar dos partes en nosotros mismos: el Yo que vive y el Yo que observa.

El Yo que vive no puede observarse a sí mismo: se limita a actuar desprovisto de autocontrol y valoración objetivos.

El Yo que observa ve desde afuera esas vivencias, y puede calibrarlas de manera objetiva y sanadora.

Suena exótico y raro, pero sólo en tanto que se trata de algo infrecuente en nuestra cultura. Por norma general, solemos vivir nuestras emociones desde nosotros mismos, sin levantar la vista del suelo y unidireccionados por una suerte de “orejeras espirituales”. La vista clavada ora en el suelo, ora enfrente nuestro, pero desprovistos de una visión periférica -y más aún distancial- respecto a nosotros mismos, a nuestra propia vida.
Nuestro Yo observador es una suerte de voz y guía interno que nos ayuda a ser conscientes de nuestro sufrimiento emocional, y de su verdadero alcance. Quienes practiquen reiki y hayan experimentado “salidas del cuerpo” entenderán este concepto, pero no es necesario llegar a esos “niveles” de experimentación energética y espiritual para encontrar a nuestro Yo observador y entender su mensaje. Una vez más, la propia mente es nuestra gran aliada en este sencillo ejercicio de sanación.
Consideraos a vosotros mismos observados a distancia por vosotros mismos. De entrada, estaréis fuera del alcance de vuestro particular vórtice negativo. Veréis a vuestro ego y veréis a vuestra personalidad externa como un envase de vuestra alma grotescamente deformado. Y viendo los males que os afligen, os sentiréis no ridículos, pero sí enternecidos por los males que os afligen y por vuestra necesidad de sanación. Una sanación que está tan lejana para el Yo que vive, como próxima para el Yo que observa…
Y os daréis cuenta de que todo va bien. No en vano ese Yo observador que habita en nuestro interior atesora el secreto de nuestra armonía interna. Él es el más cualificado para advertir nuestra inarmonía externa: la de nuestras emociones, la de nuestras ideas y conceptos, la de nuestras decisiones…
Y advertiréis que, aunque tengáis asuntos problemáticos que resolver, el simple hecho de estar vivos y de poder estar ahí, en el Mundo, dispuestos a trabajar por la sanación de vuestra vida, es ya un regalo en sí mismo.
Habrá quien aprenda con este ejercicio que no necesita rodearse de bienes materiales para ser feliz en tanto que reconocido socialmente, y que las orejeras del auto o de la torre no merecen arrastrar el pesado carro de la hipoteca… Habrá quien resuelva al fin el desamor que tanto le pesa, advirtiendo que el amor es cosa de dos y que, si el otro no quiere, es mejor pasar página y guardar las buenas experiencias vividas juntos… Habrá quien entienda que la muerte de un ser querido es Ley de Vida, y que debemos resurgir de nuestro dolor para alentar su recuerdo y pedir por el bienestar de su alma, evocando y agradeciendo los bienes que ese ser humano nos reportó en vida…
Quizás todo quede resumido en esta máxima: el Yo que observa enseña al Yo que vive el significado de amarse a uno mismo, y esa es la base obligatoria para amar a los demás.
¿No os sirve? Ampliad entonces la altura de vuestro Yo que observa y visualizad, por ejemplo, a los niños de Somalia que ahora, mientras leéis estas palabras, están muriendo de sed y hambre; y a sus padres, impotentes en la dramática experiencia de ver morir a sus hijos entre sus propios brazos, o abandonados en la linde de un camino polvoriento cualesquiera… Alguno dirá que “Mal de muchos, consuelo de pocos”, pero esa máxima es un arma cargada por el mismísimo diablo.